Sorpresivamente me asaltó la idea de comentar un tema determinado. Me gusta hacerlo. Me agrada expresar mi opinión. Pero, ¿cómo la doy a conocer?… ¿Por escrito?
¡Eso es! ¡Por escrito!
¡Ah, la escritura! Ese inigualable acto de poder expresar gráficamente —por medio de raros símbolos— las maravillas del lenguaje humano. La escritura, aunque no pueda reflejar las peculiaridades del lenguaje con sus tonos, pausas y énfasis, posee esa propiedad fantástica de perdurar en el tiempo. Al escribir, buscamos el camino de poder expresar los matices del lenguaje hablado y hacer que mañana aún perduren, y casi… casi podríamos conseguirlo, podríamos… ¿ensayarlo, al menos?
El ensayo, esa forma de expresión que básicamente nos da la posibilidad de abordar materias por escrito en una forma particular. El carácter incompleto e informal del ensayo —como quien escribe una carta en un tono coloquial, desenvuelto y absolutamente personal— nos proporciona esa posibilidad.
La persona que lee un libro y este lo impresiona a tal extremo que quiere comentarlo, dar a conocer lo que piensa de él —o tal vez desentrañar ¿qué fue lo que le golpeó tan a fondo en lo más íntimo de sus sentimientos?— puede manifestarlo en un ensayo.
Esa música que escuchó, suave, melodiosa, en la penumbra de una habitación, y que de súbito lo hizo sentirse transportado en el espacio y tuvo la sensación que los pelos de la nuca se le erizaban, esa emoción que quiere contar, puede exteriorizarse en un ensayo. Lo que ocurre, es que muchas veces pensamos escribirla pero la postergamos, la postergamos y seguimos postergándola, sin pensar que los años pasan y poco a poco el tiempo la borrará de nuestra memoria sumergiéndola en las brumas del pasado.
En un ensayo, podemos expresarnos mezclando la realidad con la fantasía, porque la vida es así, una mezcla de verdad y sueños, autenticidad y quimeras, axiomas y sofismas.